La vecina de al lado grita como el megáfono de cualquier cárcel de película: “¡Te voy a cortar las manos! ¡Me tienes harta! ¡Deja la ropa, que está limpia! ¡Daniela! ¡Daniela! ¡Daniela!”. ¿Por qué quiere que la oiga?
Los pájaros protestan y también gritan: “¡La primavera es nuestra! ¡Cállate, ordinaria!”
Más de ochenta ventanas que se miran unas a otras. Indiscretas, espías, consabidas, testigos de la noche y del placer, confidentes del pecado, astutas y calculadoras. Detrás de esas ventanas se encierran gritos y los gritos camuflan el llanto.
En el patio interior del bloque hay una piscina. La misma donde juegan los niños de mi vecina favorita y de otras vecinas sin importancia. A media tarde, los alaridos de tantos cachorros se unen formando una música aberrante, como si de una maquinaria bélica se tratara. Suena a motor de lata, a cosa vieja y usada.
Los pájaros protestan y vuelven a gritar: “¡Somos los dueños del piar, del graznido! ¡No nos imitéis!”
Otro episodio es el siguiente. En la piscina juegan los hijos de mi vecina y ella los deja al cuidado de una de sus amigas del bloque. “Me voy a tomar una copa”, dice, “pero no se lo digas a mi marido”. Allí se quedan los enanos, jugando como enanos a que son enanos. Aquí las suposiciones llegan cuando no sabemos qué contiene la copa. Algunos dicen que es pacharán, otros un whisky doble. Sea lo que sea, le llena de fuerza para intentar cortar manos.
Los niños rebotan la pelota contra el suelo y miran como sube y baja, sube y baja, calculando una física inexacta y con desproporciones. Matan el aburrimiento al pulsar los botones del ascensor. “¡Me toca a mí!” Y otra vez las partículas de aire vuelven a subir y a bajar.
Hagamos la prueba. La cosa es simple: mi vecina le dice a su hija que le va a cortar las manos porque la niña, supuestamente con los dedos manchados, ha tocado algo que lavó con esmero su madre. Quién sabe si la mancha era de tanto apretar el botón del ascensor. En una mesa dispongo de varias herramientas para hacer el trabajo, variadas para que pueda elegir. Un cuchillo de carnicero, si lo que le gusta es la sangre a borbotones. Una espada medieval bien afilada, para un corte rápido y limpio. Una motosierra, símbolo de la melancolía tecnológica. Ahora bien, puede proceder a cortar las manos.
Entonces se lo piensa dos veces. “¿Cómo le voy a cortar las manos a mi hija?” La respuesta es muy fácil: con un tres de copas en la mano se puede hacer cualquier cosa. Al final se achanta y solo le dice “me cago en la puta que te parió”, sin el influjo consciente de saber que ella es la puta que la parió.
Le propongo un trato, señora. Yo le corto a usted la lengua y así usted no me corta a mí el sueño. Y lo juro, hasta el corte de lengua yo soñaba con caballitos de mar, jazmines y dunas como pechos de mujer.